El 8 de noviembre se celebra el Día mundial del Urbanismo (del town planning, literalmente del “planeamiento urbano”), lo que debería al menos servir como pretexto para volver la vista hacia nuestras ciudades, pero sobre todo al propio planeamiento urbano que es lo que parece conmemorarse, celebrarse, o al menos ser digno de llamar la atención por un día. La humanidad vive hoy en un sistema de asentamientos que no podemos sino calificar de urbano, basado en ciudades: ciudades hermosas y no tanto, ciudades seguras y peligrosas, contaminadas y congestionadas o limpias y eficientes, ricas y pobres, justas y desiguales, atractivas o perfectamente ignoradas. En casi todas, estas características muchas veces van por barrios, no existen (con carácter general) ciudades homogéneas, y en todas conviven a pocos metros lo mejor y lo peor. Nuestras mejores ciudades a veces lo son mejor aún de como fueron concebidas, si lo fueron, y las peores muchas veces peor de lo previsto en el caso de que alguna vez fueran previstas; y ciudades o fragmentos de ciudad que sólo aparentemente nunca fueron objeto de planificación alguna pueden ser hoy espacios de calidad o casi insalubres para albergar una mínimamente digna existencia humana. Ojo, esto podría ser, y de hecho sistemáticamente es, utilizado para desprestigiar o totalmente deslegitimar cualquier forma de planeamiento, cualquier forma de acción urbanística. Desde nuestra perspectiva como, sobre todo, urbanistas, independientemente de nuestra mayor o menor especialización sectorial, no podemos permitirnos dar alas a la mínima tentación liberalizadora. Porque la trampa de la liberalización se apoya, necesariamente, en la ignorancia de la historia, en la amnesia, porque es precisamente la historia la que debería desmontar cualquier tentación al respecto. Porque seguimos, dos siglos después, planificando la mayor parte de las veces para corregir las disfunciones del pasado, las disfunciones de nuestras liberales ciudades industriales cuyos efectos perversos fueron, en su día, sistemáticamente denunciados, desde Engels a Henry George; y también ignorando que muchos de los grandes logros de nuestro habitat urbano serían inconcebibles sin la afortunada síntesis de teoría y praxis, concepto espacial y planificación de procesos en la base de la Ciudad Jardín, sin la que lo que nos rodea sería inconcebible.
Decimos aprovechar hoy para volver la vista hacia nuestras ciudades e intentar comprenderlas. ¿Podemos, de verdad, permitirnos vivir en espacios cuyo comportamiento (procesos) apenas comprendemos y cuya historia somos invitados a ignorar? Es imprescindible llamar la atención sobre lo que sutilmente se infiltra en el inconsciente colectivo como una forma de posverdad. ¿Acaso podemos pensar que nuestro hábitat urbano podía quedar a salvo de los intereses reaccionarios que condicionan y manipulan el ambiente político?. En esta posverdad urbana las ciudades son presentadas como la fuente o al menos parte de la causa de la mayor parte de problemas que acechan a la sociedad global. En este discurso intencionado e ignorante, las ciudades están en la base de los problemas medioambientales, como espacios de consumo desequilibrado y producción de residuos y contaminación; concentran las situaciones de vulnerabilidad y riesgo ante catástrofes naturales, tanto las recurrentes como las derivadas del cambio climático; se convierten en escenario permanente de conflicto, la guerra moderna ya no se lleva a cabo en abiertos campos de batalla sino que adopta formas cada vez más urbanas, más o menos tecnológicas, del mismo modo que las revueltas sociales propiciadas por la desigualdad y la injusticia toman forma urbana; y estas injusticias son fruto de crisis económicas de raíz inequívocamente espacial (¿podemos concebir la crisis de 2008 sin un sistema hipotecario-espacial-urbano inseparable del manejo financiero?). La insistencia en esta falacia puede llevarnos a profundizar el problema con consecuencias inimaginables. Esta falacia se basa en una correlación (que no relación causal) intencionada e ignorantemente manipulada. Porque no puede ser de otra manera que cuando según datos oficiales más de la mitad de la población del planeta vive en áreas urbanas (muchísima más si redefiniéramos lo que es un modo urbano de habitar, no necesariamente ligado a la aglomeración, sino a la conectividad), y dicha superpoblación de crecimiento casi exponencial coincide con la población más activa (que en la práctica planifica y construye habitando, parafraseando a Heidegger), todo lo que sucede, lo bueno y lo malo, se magnifica en las ciudades. Corremos un riesgo de consecuencias inimaginables si, como consecuencia de esta posverdad urbana, de esta falacia, aceptamos acríticamente sus derivadas: desregulación (el mercado pondrá las cosas en su sitio, como si alguna vez lo hubiese hecho) o, en el mejor de los casos, bienintencionados diseños de soluciones parciales sólo aparentemente sostenibles.
Porque para nosotros sí, los problemas son problemas urbanos, pero la solución es necesariamente urbana. Aquí, de nuevo, la historia: la ciudad (la ciudad bien concebida, bien planificada, bien gobernada) ha sido siempre ralentizadora de los procesos entrópicos en la base de la crisis medioambiental; es, sin duda, la forma más eficiente de aprovechar los flujos económicos, al concentrar en aglomeraciones el espacio improductivo, siempre que se cuide la relación espacial y conectiva con el campo que la abastece; siempre ha sido espacio de oportunidad, el único espacio posible de movilidad social y corrección de desigualdad e injusticia; y cuando la sabiduría popular y la memoria colectiva no han sido reprimidas la propia sociedad urbana, en su conjunto, se ha comportado como agente de reducción de vulnerabilidad ante cualquier contingencia. Este aspecto es clave: más y, sobre todo, mejor ciudad, y necesariamente mejor planificación. Y esta planificación concebida como una planificación abierta al servicio de la ciudad abierta. No una planificación desde arriba, que no es sino diseño, sino una planificación concebida como foro comunicativo de experiencias urbanas individuales y colectivas. La ciudad se planifica orientado procesos, y se ordena espacialmente habitando responsablemente.
Città aperta/Ciudad abierta remite no sólo a la condición ambigüa de renuncia al ejercicio activo de resistencia/autoridad en situaciones de conflicto armado. También quiere recordar la idea de apertura de la Opera aperta de Umberto Eco, en que el objeto de creación trasciende a su autor y se convierte en espacio de encuentro comunicativo entre el autor/planificador y el lector/sociedad que como conjunto dan forma definitiva a la obra. Y, por supuesto, la cita directa a Roberto Rossellini, acaso el más político de los cineastas políticos, el más urbano de los cineastas urbanos. Cabe recordar aquí su otra gran obra romana, la maravillosa Europa 51: cómo en ella la experiencia de la ciudad transforma el personaje de Ingrid Bergman de una burguesa ignorante a lo que acontece a su alrededor en una persona comprometida con la justicia, pero también como el propio habitar urbano cuando se hace activo por parte de la protagonista es capaz de reorientar y transformar, para mejor, la ciudad de Roma.